sábado, 23 de octubre de 2021

Episodio 14

 

Don Canó*





 

*Don Canó es el título del cuento del escritor Rodrigo Villalba Rojas, que recibió el primer premio en El Premio UNNE para las letras 2021.


Rodrigo Villalba es profesor en Letras (Universidad Nacional de Formosa), Doctor en Humanidades con mención en Letras (Universidad Nacional del Litoral), fue becario doctoral del CONICET, miembro del Instituto de Investigaciones sobre Lenguaje, Sociedad y Territorio (UNaF). Desde el 2015 es miembro del Grupo Vinculado al Instituto de Estudios Sociales y Humanos (IESyH) UNaM-CONICET.

Área de especialización: Literatura y Estudios Culturales. Poesía del Paraguay escrita en guaraní-yopará. El discurso nacionalista en la literatura.

Proyecto de investigación doctoral: “Ñande reko”: El discurso nacionalista en la poesía en guaraní escrita en Paraguay durante la guerra, pre y posguerra del Chaco (1917-1953)

Entre 2009 y 2013 formó parte del Grupo de Estudios de Teatro de Formosa (UNaF) como asistente de investigación. Publicó los ensayos Teatro, mito y experiencia humana: El nudo (Ohú Chey Chalocué) (Premio UNaF, 2013) y El efecto semillero. Los Gregorianos en diez años (o más) de teatro formoseño (Premio INT, 2015).


Este autor estuvo en nuestro otro Podcast Página en Blanco. Mantuvimos entrevistas compartidas en los episodios XVI y XXI. De ambos episodios compartimos información en el blog Nuestras Huellas en la Era Digital.



Este episodio le dedicamos exclusivamente a este autor debido a la extensión del audio. Y además, detalle no menor, el escritor nos eligió como el medio por el cual quiso hacer público su cuento, de modo que nos parece un grato placer compartirlo en este Podcast.


Poemas de Rodrigo Villalba Rojas


Sy


que una mañana cualquiera

como eran todas, ella

me raptaba sencillamente del sueño

índice y pulgar

la mano atenazada sobre el dedo mayor del pie

y cielo

mamá

con un gesto mínimo y perenne

me hilaba al mundo

con el cordón de su brazo

cielo

me raptaba del teorema

confuso

de la nebulosa continua

me invocaba en una voz

evocaba con un signo

cielo

mi regreso

y yo, ya senil o cercenado

tendré décadas hachazos sobre los hombros

y aunque el cuerpo a tierra,

derrotado:

cielo



Hambre


la providencia es para los animales

ellos conocen los vaciaderos

las presas del monte

cada madriguera entre los arbustos

su olfato ha memorizado un mapa

de la caza y la rapiña

no conocen el hambre



Mitâ ysyry hasê (versión libre)


Un niño llora en la ribera

el borde del agua asemeja a la cascara de las flores

cubre a la semilla guardada en la cáscara

la nube llega al agua como una mariposa

pero también las alas de la mariposa son como el brillo del ocaso en el filo de la nube

y a la vez

las nubes y la mariposa echan fuego y tiemblan como una palabra

la palabra viento es desasosiego

y a la vez un niño llora en la ribera

un agua vieja.

Su lágrima toca el agua porque el niño vuelve al agua y él es agua.

No está afuera. Es el compañero del agua.

Sólo puede volver al agua si llora.

Volver al agua con el agua del vientre.

Volver al agua con el agua del corazón que el niño llama sangre.

El niño llora bajo la mariposa porque es dios.

Ella prueba el agua y la ayuda a brillar y el niño le confiere luz.

El fuego en las alas de la mariposa se llama nube, cerro, ocaso, reflejo, temblor, llanto y nacimiento.

Nunca los nombres separados.

El niño llora en la ribera pero no es así.

El río es anciano y deja salir al niño del agua para jugar con el fuego en las alas de la mariposa,

como se dijo.



Cuento compartido en este episodio


Don Canó

Rodrigo N. Villalba Rojas


El secreto es la ceniza misma del archivo, el lugar donde ni siquiera tiene ya sentido decir «la ceniza misma» o «en la mismísima ceniza». Derrida.


Temprano vine a golpearle las manos en la vereda: venía a avisarle que había fallecido el tío, pero también le traje una botella de miel negra y un bidón de caña. No tenía la plata entonces y arrugó primero los cinco dedos contra la manija del bidón. No importa, le dije, como si no me importara y le repetí. ¿Me escuchaste? Murió ya el tío Chucho. ¿Qué?, preguntó el viejo, taponado el oído. El chagas le había dejado un zumbido de lija en el tímpano. Chucho, tu primo, ¡murió nomás ya! Le hablé más cerca con el temor de anunciarle la mala demasiado bruscamente. Eran primos, es cierto, pero eran los únicos acá de la colonia que volvieron vivos de Malvinas. Después de eso los llevaban siempre a hacer honores en las escuelas o en el municipio; charlaban largo, contaban el trance, a veces añadían detalles que antes no se mencionaron, recuperaban episodios del cinco de octubre, habían andado por ahí pero completaban mucho de oídas, insinuaban ideas pero siempre coronaban con el sermón sobre el amor a la patria que una parte del pueblo ya tenía sabida con todas las tintas. Ahora él sólo rió y movió en círculos los alambres de la cabeza; hacía como cinco años ya sólo asistía a los homenajes para hacer esos movimientos leves casi sin echar palabras.
Ya empezaba a darse vuelta y lo sujeté. Don Canó, le dije, más alta la voz. Me miró con unos ojos tipo lembuses acurrucados. ¿Ha? Abrió el salón de la boca marcada por caries y niebla etílica. Te estoy diciendo que se puso mal, el tío Chucho, se puso mal de salud, ¡muy enfermo estaba! Sí, enfermo está, Chucho está enfermo, repitió. Volví a decirle que murió, con algunos rodeos. No puedo describir la mudanza en su rostro: las cejas se le cayeron en un charco de petróleo, la niebla de las cataratas llenándose de sal, un tic de tambores en los pómulos. ¿Chucho piko? Volvió a dibujar círculos con la cabellera hirsuta y me dio la espalda. No le oí hablar, pero sentí cómo se desleía a medida que entraba al rancho. Dejó la puerta abierta y lo seguí.
Le pregunté si quería viajar, si quería ir hasta la ciudad. Le pregunté si quería que lo lleve. No podía decirle qué había pasado, no sabía darle detalles, pero tenía que llevarlo conmigo. Yo quería que vea por última vez a su camarada. Primero se negó, no quería nada o no le importaba. Creí que no me había entendido. Sacó una bolsa de galleta dura y empezó a picar con un cuchillito viejo. Las gallinas enseguida se arremolinaron a su alrededor buscando las migas. Algunas saltaban desde la fiambrera, la cama, el ropero. Me pidió con un gesto que buscase huevos en la pieza. Era su estrategia para detectar a las que estaban empollando. En su catre había una colorada rugiendo como lista para el picotazo. La empujé con un rastrillo y salió dando alaridos cortos. Junté cuatro huevos calentitos y llevé hacia el comedor. El viejo agarró y los quebró en un vaso, me hizo señas de nuevo para que revolviese con el cuchillito y echó una buena medida de caña y algo de miel. Sobre la mesa había costras y capítulos anteriores de otros ponches, rastros de yerba seca y ennegrecida, hormigas que viboreaban entre las rendijas de la madera hasta perderse por un hueco en la pared. Sacó unas pastillas del bolsillo, las masticó y fondo blanco.
¡Y bueeeno!, dijo en voz alta y caminó hacia la fiambrera.
Se calzó un sombrero de paja, estrujó un bastón de takuara, me pegó, como para no perder la costumbre seguramente, un bastonazo en la cabeza, y me pidió con un gesto su necéser que estaba abajo del mueble entre telarañas, polvo, plumas y otras puerquezas de hace tiempo. Una bandolera mugrienta que tenía adentro dos tornillos y un pedazo de cuchara, algunas migas de algo, y arañas acurrucadas en las costuras. Empezó a deslizarse hacia la puerta. Cuando me di cuenta tenía mis brazos llenos de ronchas y pulgas. Le pregunté si llevaba algo de ropa, algún bolsito. ¡Bueno! Intenté armarle un equipaje de mano. No había mucho que hacer, la ropa estaba en general estrellada entre montones de mierda y plumas multicolores, arañas de nuevo, telarañas de nuevo, curuvicas de pared y moho, olor a tiempo estancado. No había agua. La heladera era apenas un carruaje más que hacía de fiambrera o cargatodo. No había luz eléctrica, dormía temprano y combatía el frío sin bañarse o entibiando la sangre con caña. Comía en la casa de la solidaridad, donde le daban las galletas secas para las gallinas que se le criaban solas. Le pregunté eso, si quería dejar galleta molida para las gallinas. Igual van a encontrar, dijo. Dejé unos cuantos bodoques de pan seco sobre la mesa. Le pregunté si cerraba la puerta trasera, por los chorros. No, no hay, me dijo, ndokymo’ãi, no llueve todavía, tradujo. Le pregunté si quería llevar algo más. Se frotó la cintura y me pidió una botellita vieja de Fortín que tuve que llenar con el repuesto de caña. La ensartó en su cintura. Cartucho lleno, dijo con una leve risa, y espantó algunas mosquitas que le revoloteaban la corona.
Antes de cruzar el portón, volvió y me pidió la pala. Me hizo cavar al costado de la casa. No era tierra dura pero tenía sus días de compactada. Había una caja de fruta que oficiaba de baúl. La saqué como me fue posible, entre la hediondera y la superficie barrosa. Adentro había huesos amontonados y una estampita de san expedito o alguno de esos, borroneada por obra de la humedad y largos meses. Florinda había muerto hacía ya seis años y él no tenía dónde enterrarla. Un compinche le había prestado alojamiento en el panteón de su familia, por un tiempo, hasta que empezamos a morirnos como langostas y él necesitó ese espacio. Nicanor tuvo que sacarla sin destino, improvisó un nichito del lado de afuera de su dormitorio, armó un cajón de tabla gruesa que trajo del verdulero y descartó la caja de fibrofácil que la municipalidad entregaba en aquel tiempo. Levantá, me dijo. Tuve que revolver entre los huesos hasta toparme con un envoltorio de algo como guita enliada o vaya uno a saber. Ese es para vos, balbuceó. Pero tengo plata, le dije. Estiró la mano hacia mí y pulsó unas cuerdas imaginarias con los dedos calcificados. Metió el embalaje en la bandolera y nos fuimos. Allá te muestro. Nos fuimos. Le iba preguntando cosas como para mantenerlo distraído y él me respondía por lo bajo. El ronroneo del motor y la ruta no me dejaban oírle nada. Cuando quería escucharle mejor bajaba la velocidad. De vez en cuando jugaba con el cierre hebilla de su necéser. Bromeé que iba a comprarle uno nuevo, pero no me entendió y empezó a apretar los botones de la radio del auto. En su casa solía tener un equipo de esos viejos con pasacasét pero se lo robó un muchacho que cayó a vivir un tiempo con él. Era un vividor que le sacaba sus muebles, botellas, cubiertos, incluso gallinas y pollitos, para venderlos y hacer unos pesos. También se quedó con su tarjeta y cobraba la pensión por él hasta que el banco empezó con la fe de vida. Al final, el mencho ése terminó desapareciendo porque la gente de la capilla se dio cuenta que era un sinvergüenza y empezó a visitar al viejo con el dizque motivo de predicarle la Palabra. Después desaparecieron también los piadosos y quedaron él y sus gallinas. Como ya nadie se las robaba para vender, la población crecía paulatinamente, salvo cuando las comadrejas hacían fiesta.
Pregunté si quería escuchar algún chamamé kireí. Heeee, respondió alargando la letra con leves redondeos de testa. Conecté el teléfono y enganché una carpeta de diez canciones que todavía tenía grabadas. Hice un silencio y seguí las canciones. En cualquier momento alguna melodía le haría decir algo o le traería alguna memoria, pensaba. Sacó unas pastillas de nuevo, las masticó y sacó la botella de Fortín. ¡Tengo agua, don! le dije, antes que procediera, pero ya destapó y se mandó un par de tragos cortantes. ¿Ha? Está, está bien, y movió la cabeza de nuevo, en círculos, cortando el aire con el ala del sombrero.
Suspiraba a cada rato y yo me preguntaba qué bocanadas de fuego le pasaban por la mente. Yo todavía lo veía y trataba de restablecer su imagen de muchacho en medio de la balacera, primero en el asalto al regimiento, después contra los ingleses. Y, sin embargo, ahora estaba acá a mi lado como un despojo del heroísmo, aplastado por la prórroga del último día. Le hablé del clima, dijimos algunas tonterías hasta que empezó a verse de lejos el control de policía. Estamos llegando, don Canó, ya falta poquito. Heee, estiró de nuevo la letra y pareció atragantarse un poco, pero apagó la tos de nuevo con dos lindos tragos.
Jugaba todo el tiempo con el broche del necéser y le pregunté por la plata que sacamos de la caja. ¿Tiko? me dijo. Esa cosa que saqué de la tierra (no me animé a decirle entre los huesos), era plata, ¿cierto? ¿Plata? me respondió como buscando en la memoria corta. En el cajoncito de la finada, seguí, ¿había plata? Ahh, no, ¿éste pa? golpeó la tapa de la cartera. No, no es plata, es para vos. Un proverbio. Hizo un silencio. Unas cuentas. Hizo otro silencio, imaginé que podía ser una de esas biblias de bolsillo, documentaciones, un testamento. Canó volvió a toser con fuerza y más severidad, corcoveó un poco entre arcadas. Temblaba mucho y tuve que detener el auto porque comenzó a devolver lo que quedaba del alcohol y espuma contra la guantera y las alfombras del auto. Bajé con la piel erizada y empecé con golpecitos en la espalda. Temblaba, temblábamos. Tosía y daba arcadas cada vez más fuerte. Ya había algunas casas, por suerte, y empecé a gritar por ayuda. Hasta me avergoncé de tirar una voz tan tiple en esa circunstancia. El viejo parecía convulsionar y los vecinos salían a la puerta, a las veredas, algunos autos paraban y la gente bajaba a mirar. Uno me pidió que lo bajase del coche, que lo tirase de costado para que no se ahogue; otro decía que no se trague la lengua; otro cuidado con la cabeza. El viejo echaba cada vez más espuma de la boca. Hasta que se detuvieron los espasmos y el tío volvió a respirar con algo de pausa como un fuelle triste. Todo parecía haberse vuelto una farsa, el viejo tirado sobre el pavimento en un charco de vómito. Yo pidiendo ayuda y ambulancia sin que falte el epíteto glorioso, es un veterano de Malvinas, mi voz chillona insistiendo, es un veterano de Malvinas: ¡hay que hacer algo! ¡No lo dejen morir! La gente preguntándome qué pasó. Yo enumerando los pormenores del viaje y nuestro destino. El viejo Nicanor resollando sus últimos aires entre el vómito y las moscas que ya dibujaban órbitas sobre el caldo rancio.
Cuando llegó la ambulancia lo subieron a la camilla. Los policías me hicieron un par de preguntas, me entregaron el necéser y fui siguiéndoles en mi auto que iba echando moscas y aroma a bilis por la ventanilla.
Quedé esperando afuera de la guardia con la certeza que podía llevar horas plantado ahí. Llamé a casa para avisar: tenía que mandar el auto al lavadero, esperar que llamen al familiar del tío Nicanor. El necéser todavía tenía el envoltorio adentro, lo saqué, desenlié la cinta escoch que tenía. Una libreta de almacén y una libreta de enrolamiento. La foto ya estaba borrada y las hojas manchadas de moho, varias de ellas pegoteadas, la tinta echando un aura de muchas décadas. En la libreta almacenero había una frase recortada y en letra minúscula, “alegría es para el justo el hacer juicio; mas destrucción a los que hacen iniquidad”, y luego cifras, siglas, fechas, una sobre otra,

JMA, 53, m, c. a Mt Lin. 15-03-77
RAH, 947, f,, puente Queb, 15 a 20 p. 25-04-78
NN, 51, f, RIM, estan. 25-04-78
P, 956, m, RIM - CH, 13-12-76

La lista se estiraba por varias páginas, casi todas pegadas y rociadas de volutas de humedad, y a partir de la hoja veinte ya sólo había renglones despintados, garabatos, moho y barro. Una de las hojas escribía como en adenda, con otro color, con otra actitud en el trazo:

Por mi país di mi amor y mi vida

NO ME ARREPIENTO

¡VIVA LA PATRIA!

¡Muerte a los comunistas terroristas violadores!

Temblé.
Saltó de mis manos el anotador, repleto de cadáveres.
Sentí la espalda que se me partía en dos. Que un río de lava se me incrustaba en la garganta.

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Agradezco a los amables lectores del blog y a los escuchas de los episodios tengan a bien compartirlos si les gustó.

Cada 15 días subimos un nuevo episodio. Lo difundimos por las redes sociales Facebook, Twitter, Instagram.

Mi agradecimiento a la profesora y traductora Silvia Medina que nos acompaña con su voz en la locución. 

El episodio se puede escuchar en iVoox, Spotify y en Tune In.



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