Don Canó*
*Don Canó es el título del cuento del escritor Rodrigo Villalba Rojas, que recibió el primer premio en El Premio UNNE para las letras 2021.
Rodrigo Villalba es profesor en Letras (Universidad Nacional de Formosa), Doctor en Humanidades con mención en Letras (Universidad Nacional del Litoral), fue becario doctoral del CONICET, miembro del Instituto de Investigaciones sobre Lenguaje, Sociedad y Territorio (UNaF). Desde el 2015 es miembro del Grupo Vinculado al Instituto de Estudios Sociales y Humanos (IESyH) UNaM-CONICET.
Área de especialización: Literatura y Estudios Culturales. Poesía del Paraguay escrita en guaraní-yopará. El discurso nacionalista en la literatura.
Proyecto de investigación doctoral: “Ñande reko”: El discurso nacionalista en la poesía en guaraní escrita en Paraguay durante la guerra, pre y posguerra del Chaco (1917-1953)
Entre 2009 y 2013 formó parte del Grupo de Estudios de Teatro de Formosa (UNaF) como asistente de investigación. Publicó los ensayos Teatro, mito y experiencia humana: El nudo (Ohú Chey Chalocué) (Premio UNaF, 2013) y El efecto semillero. Los Gregorianos en diez años (o más) de teatro formoseño (Premio INT, 2015).
Este autor estuvo en nuestro otro Podcast Página en Blanco. Mantuvimos entrevistas compartidas en los episodios XVI y XXI. De ambos episodios compartimos información en el blog Nuestras Huellas en la Era Digital.
Este episodio le dedicamos exclusivamente a este autor debido a la extensión del audio. Y además, detalle no menor, el escritor nos eligió como el medio por el cual quiso hacer público su cuento, de modo que nos parece un grato placer compartirlo en este Podcast.
Poemas de Rodrigo Villalba Rojas
Sy
que una mañana cualquiera
como eran todas, ella
me raptaba sencillamente del sueño
índice y pulgar
la mano atenazada sobre el dedo mayor del pie
y cielo
mamá
con un gesto mínimo y perenne
me hilaba al mundo
con el cordón de su brazo
cielo
me raptaba del teorema
confuso
de la nebulosa continua
me invocaba en una voz
evocaba con un signo
cielo
mi regreso
y yo, ya senil o cercenado
tendré décadas hachazos sobre los hombros
y aunque el cuerpo a tierra,
derrotado:
cielo
Hambre
la providencia es para los animales
ellos conocen los vaciaderos
las presas del monte
cada madriguera entre los arbustos
su olfato ha memorizado un mapa
de la caza y la rapiña
no conocen el hambre
Mitâ ysyry hasê (versión libre)
Un niño llora en la ribera
el borde del agua asemeja a la cascara de las flores
cubre a la semilla guardada en la cáscara
la nube llega al agua como una mariposa
pero también las alas de la mariposa son como el brillo del ocaso en el filo de la nube
y a la vez
las nubes y la mariposa echan fuego y tiemblan como una palabra
la palabra viento es desasosiego
y a la vez un niño llora en la ribera
un agua vieja.
Su lágrima toca el agua porque el niño vuelve al agua y él es agua.
No está afuera. Es el compañero del agua.
Sólo puede volver al agua si llora.
Volver al agua con el agua del vientre.
Volver al agua con el agua del corazón que el niño llama sangre.
El niño llora bajo la mariposa porque es dios.
Ella prueba el agua y la ayuda a brillar y el niño le confiere luz.
El fuego en las alas de la mariposa se llama nube, cerro, ocaso, reflejo, temblor, llanto y nacimiento.
Nunca los nombres separados.
El niño llora en la ribera pero no es así.
El río es anciano y deja salir al niño del agua para jugar con el fuego en las alas de la mariposa,
como se dijo.
Cuento compartido en este episodio
Don Canó
Rodrigo N. Villalba Rojas
El
secreto es la ceniza misma del archivo, el lugar donde ni siquiera
tiene ya sentido decir «la ceniza misma» o «en la mismísima
ceniza». Derrida.
Temprano
vine a golpearle las manos en la vereda: venía a avisarle que había
fallecido el tío, pero también le traje una botella de miel negra y
un bidón de caña. No tenía la plata entonces y arrugó primero los
cinco dedos contra la manija del bidón. No importa, le dije, como si
no me importara y le repetí. ¿Me escuchaste? Murió ya el tío
Chucho. ¿Qué?, preguntó el viejo, taponado el oído. El chagas le
había dejado un zumbido de lija en el tímpano. Chucho, tu primo,
¡murió nomás ya! Le hablé más cerca con el temor de anunciarle
la mala demasiado bruscamente. Eran primos, es cierto, pero eran los
únicos acá de la colonia que volvieron vivos de Malvinas. Después
de eso los llevaban siempre a hacer honores en las escuelas o en el
municipio; charlaban largo, contaban el trance, a veces añadían
detalles que antes no se mencionaron, recuperaban episodios del cinco
de octubre, habían andado por ahí pero completaban mucho de oídas,
insinuaban ideas pero siempre coronaban con el sermón sobre el amor
a la patria que una parte del pueblo ya tenía sabida con todas las
tintas. Ahora él sólo rió y movió en círculos los alambres de la
cabeza; hacía como cinco años ya sólo asistía a los homenajes
para hacer esos movimientos leves casi sin echar palabras.
Ya
empezaba a darse vuelta y lo sujeté. Don Canó, le dije, más alta
la voz. Me miró con unos ojos tipo lembuses acurrucados. ¿Ha? Abrió
el salón de la boca marcada por caries y niebla etílica. Te estoy
diciendo que se puso mal, el tío Chucho, se puso mal de salud, ¡muy
enfermo estaba! Sí, enfermo está, Chucho está enfermo, repitió.
Volví a decirle que murió, con algunos rodeos. No puedo describir
la mudanza en su rostro: las cejas se le cayeron en un charco de
petróleo, la niebla de las cataratas llenándose de sal, un tic de
tambores en los pómulos. ¿Chucho piko?
Volvió a dibujar círculos con la cabellera hirsuta y me dio la
espalda. No le oí hablar, pero sentí cómo se desleía a medida que
entraba al rancho. Dejó la puerta abierta y lo seguí.
Le
pregunté si quería viajar, si quería ir hasta la ciudad. Le
pregunté si quería que lo lleve. No podía decirle qué había
pasado, no sabía darle detalles, pero tenía que llevarlo conmigo.
Yo quería que vea por última vez a su camarada. Primero se negó,
no quería nada o no le importaba. Creí que no me había entendido.
Sacó una bolsa de galleta dura y empezó a picar con un cuchillito
viejo. Las gallinas enseguida se arremolinaron a su alrededor
buscando las migas. Algunas saltaban desde la fiambrera, la cama, el
ropero. Me pidió con un gesto que buscase huevos en la pieza. Era su
estrategia para detectar a las que estaban empollando. En su catre
había una colorada rugiendo como lista para el picotazo. La empujé
con un rastrillo y salió dando alaridos cortos. Junté cuatro huevos
calentitos y llevé hacia el comedor. El viejo agarró y los quebró
en un vaso, me hizo señas de nuevo para que revolviese con el
cuchillito y echó una buena medida de caña y algo de miel. Sobre la
mesa había costras y capítulos anteriores de otros ponches, rastros
de yerba seca y ennegrecida, hormigas que viboreaban entre las
rendijas de la madera hasta perderse por un hueco en la pared. Sacó
unas pastillas del bolsillo, las masticó y fondo blanco.
¡Y
bueeeno!, dijo en voz alta y caminó hacia la fiambrera.
Se
calzó un sombrero de paja, estrujó un bastón de takuara, me pegó,
como para no perder la costumbre seguramente, un bastonazo en la
cabeza, y me pidió con un gesto su necéser que estaba abajo del
mueble entre telarañas, polvo, plumas y otras puerquezas de hace
tiempo. Una bandolera mugrienta que tenía adentro dos tornillos y un
pedazo de cuchara, algunas migas de algo, y arañas acurrucadas en
las costuras. Empezó a deslizarse hacia la puerta. Cuando me di
cuenta tenía mis brazos llenos de ronchas y pulgas. Le pregunté si
llevaba algo de ropa, algún bolsito. ¡Bueno! Intenté armarle un
equipaje de mano. No había mucho que hacer, la ropa estaba en
general estrellada entre montones de mierda y plumas multicolores,
arañas de nuevo, telarañas de nuevo, curuvicas de pared y moho,
olor a tiempo estancado. No había agua. La heladera era apenas un
carruaje más que hacía de fiambrera o cargatodo. No había luz
eléctrica, dormía temprano y combatía el frío sin bañarse o
entibiando la sangre con caña. Comía en la casa de la solidaridad,
donde le daban las galletas secas para las gallinas que se le criaban
solas. Le pregunté eso, si quería dejar galleta molida para las
gallinas. Igual van a encontrar, dijo. Dejé unos cuantos bodoques de
pan seco sobre la mesa. Le pregunté si cerraba la puerta trasera,
por los chorros. No, no hay, me dijo, ndokymo’ãi,
no llueve todavía, tradujo. Le pregunté si quería llevar algo más.
Se frotó la cintura y me pidió una botellita vieja de Fortín que
tuve que llenar con el repuesto de caña. La ensartó en su cintura.
Cartucho lleno, dijo con una leve risa, y espantó algunas mosquitas
que le revoloteaban la corona.
Antes
de cruzar el portón, volvió y me pidió la pala. Me hizo cavar al
costado de la casa. No era tierra dura pero tenía sus días de
compactada. Había una caja de fruta que oficiaba de baúl. La saqué
como me fue posible, entre la hediondera y la superficie barrosa.
Adentro había huesos amontonados y una estampita de san expedito o
alguno de esos, borroneada por obra de la humedad y largos meses.
Florinda había muerto hacía ya seis años y él no tenía dónde
enterrarla. Un compinche le había prestado alojamiento en el panteón
de su familia, por un tiempo, hasta que empezamos a morirnos como
langostas y él necesitó ese espacio. Nicanor tuvo que sacarla sin
destino, improvisó un nichito del lado de afuera de su dormitorio,
armó un cajón de tabla gruesa que trajo del verdulero y descartó
la caja de fibrofácil que la municipalidad entregaba en aquel
tiempo. Levantá, me dijo. Tuve que revolver entre los huesos hasta
toparme con un envoltorio de algo como guita enliada o vaya uno a
saber. Ese es para vos, balbuceó. Pero tengo plata, le dije. Estiró
la mano hacia mí y pulsó unas cuerdas imaginarias con los dedos
calcificados. Metió el embalaje en la bandolera y nos fuimos. Allá
te muestro. Nos fuimos. Le iba preguntando cosas como para mantenerlo
distraído y él me respondía por lo bajo. El ronroneo del motor y
la ruta no me dejaban oírle nada. Cuando quería escucharle mejor
bajaba la velocidad. De vez en cuando jugaba con el cierre hebilla de
su necéser. Bromeé que iba a comprarle uno nuevo, pero no me
entendió y empezó a apretar los botones de la radio del auto. En su
casa solía tener un equipo de esos viejos con pasacasét pero se lo
robó un muchacho que cayó a vivir un tiempo con él. Era un vividor
que le sacaba sus muebles, botellas, cubiertos, incluso gallinas y
pollitos, para venderlos y hacer unos pesos. También se quedó con
su tarjeta y cobraba la pensión por él hasta que el banco empezó
con la fe de vida. Al final, el mencho ése terminó desapareciendo
porque la gente de la capilla se dio cuenta que era un sinvergüenza
y empezó a visitar al viejo con el dizque motivo de predicarle la
Palabra. Después desaparecieron también los piadosos y quedaron él
y sus gallinas. Como ya nadie se las robaba para vender, la población
crecía paulatinamente, salvo cuando las comadrejas hacían fiesta.
Pregunté
si quería escuchar algún chamamé kireí.
Heeee, respondió alargando la letra con leves redondeos de testa.
Conecté el teléfono y enganché una carpeta de diez canciones que
todavía tenía grabadas. Hice un silencio y seguí las canciones. En
cualquier momento alguna melodía le haría decir algo o le traería
alguna memoria, pensaba. Sacó unas pastillas de nuevo, las masticó
y sacó la botella de Fortín. ¡Tengo agua, don! le dije, antes que
procediera, pero ya destapó y se mandó un par de tragos cortantes.
¿Ha? Está, está bien, y movió la cabeza de nuevo, en círculos,
cortando el aire con el ala del sombrero.
Suspiraba
a cada rato y yo me preguntaba qué bocanadas de fuego le pasaban por
la mente. Yo todavía lo veía y trataba de restablecer su imagen de
muchacho en medio de la balacera, primero en el asalto al regimiento,
después contra los ingleses. Y, sin embargo, ahora estaba acá a mi
lado como un despojo del heroísmo, aplastado por la prórroga del
último día. Le hablé del clima, dijimos algunas tonterías hasta
que empezó a verse de lejos el control de policía. Estamos
llegando, don Canó, ya falta poquito. Heee, estiró de nuevo la
letra y pareció atragantarse un poco, pero apagó la tos de nuevo
con dos lindos tragos.
Jugaba
todo el tiempo con el broche del necéser y le pregunté por la plata
que sacamos de la caja. ¿Tiko?
me dijo. Esa cosa que saqué de la tierra (no me animé a decirle
entre los huesos), era plata, ¿cierto? ¿Plata? me respondió como
buscando en la memoria corta. En el cajoncito de la finada, seguí,
¿había plata? Ahh, no, ¿éste pa? golpeó la tapa de la cartera.
No, no es plata, es para vos. Un proverbio. Hizo un silencio. Unas
cuentas. Hizo otro silencio, imaginé que podía ser una de esas
biblias de bolsillo, documentaciones, un testamento. Canó volvió a
toser con fuerza y más severidad, corcoveó un poco entre arcadas.
Temblaba mucho y tuve que detener el auto porque comenzó a devolver
lo que quedaba del alcohol y espuma contra la guantera y las
alfombras del auto. Bajé con la piel erizada y empecé con
golpecitos en la espalda. Temblaba, temblábamos. Tosía y daba
arcadas cada vez más fuerte. Ya había algunas casas, por suerte, y
empecé a gritar por ayuda. Hasta me avergoncé de tirar una voz tan
tiple en esa circunstancia. El viejo parecía convulsionar y los
vecinos salían a la puerta, a las veredas, algunos autos paraban y
la gente bajaba a mirar. Uno me pidió que lo bajase del coche, que
lo tirase de costado para que no se ahogue; otro decía que no se
trague la lengua; otro cuidado con la cabeza. El viejo echaba cada
vez más espuma de la boca. Hasta que se detuvieron los espasmos y el
tío volvió a respirar con algo de pausa como un fuelle triste. Todo
parecía haberse vuelto una farsa, el viejo tirado sobre el pavimento
en un charco de vómito. Yo pidiendo ayuda y ambulancia sin que falte
el epíteto glorioso, es un veterano de Malvinas, mi voz chillona
insistiendo, es un veterano de Malvinas: ¡hay que hacer algo! ¡No
lo dejen morir! La gente preguntándome qué pasó. Yo enumerando los
pormenores del viaje y nuestro destino. El viejo Nicanor resollando
sus últimos aires entre el vómito y las moscas que ya dibujaban
órbitas sobre el caldo rancio.
Cuando
llegó la ambulancia lo subieron a la camilla. Los policías me
hicieron un par de preguntas, me entregaron el necéser y fui
siguiéndoles en mi auto que iba echando moscas y aroma a bilis por
la ventanilla.
Quedé
esperando afuera de la guardia con la certeza que podía llevar horas
plantado ahí. Llamé a casa para avisar: tenía que mandar el auto
al lavadero, esperar que llamen al familiar del tío Nicanor. El
necéser todavía tenía el envoltorio adentro, lo saqué, desenlié
la cinta escoch que tenía. Una libreta de almacén y una libreta de
enrolamiento. La foto ya estaba borrada y las hojas manchadas de
moho, varias de ellas pegoteadas, la tinta echando un aura de muchas
décadas. En la libreta almacenero había una frase recortada y en
letra minúscula, “alegría es para el justo el hacer juicio; mas
destrucción a los que hacen iniquidad”, y luego cifras, siglas,
fechas, una sobre otra,
JMA,
53, m, c. a Mt Lin. 15-03-77
RAH,
947, f,, puente Queb, 15 a 20 p. 25-04-78
NN,
51, f, RIM, estan. 25-04-78
P,
956, m, RIM - CH, 13-12-76
La lista se estiraba por varias páginas, casi todas pegadas y rociadas de volutas de humedad, y a partir de la hoja veinte ya sólo había renglones despintados, garabatos, moho y barro. Una de las hojas escribía como en adenda, con otro color, con otra actitud en el trazo:
Por mi país di mi amor y mi vida
NO ME ARREPIENTO
¡VIVA LA PATRIA!
¡Muerte a los comunistas terroristas violadores!
Temblé.
Saltó
de mis manos el anotador, repleto de cadáveres.
Sentí
la espalda que se me partía en dos. Que un río de lava se me
incrustaba en la garganta.
Agradezco a los amables lectores del blog y a los escuchas de los episodios tengan a bien compartirlos si les gustó.
Cada 15 días subimos un nuevo episodio. Lo difundimos por las redes sociales Facebook, Twitter, Instagram.
Mi agradecimiento a la profesora y traductora Silvia Medina que nos acompaña con su voz en la locución.
El episodio se puede escuchar en iVoox, Spotify y en Tune In.
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